Por
Irene Garmilla
«Asociación Cultural Radio Valdivielso» y «Asociación de Familiares de Represaliados de Valdenoceda»,
«Y el siete de octubre, el mismo día de la caída de Varsovia, me avisaron que saldría de la estación del Norte rumbo a Valdenoceda en Burgos.» Corría el año 1939, y el que partía hacia la Prisión Central de Valdenoceda para cumplir allí su condena era Juan Antonio Gaya Nuño. Esto, y muchas cosas más, recordaba su esposa, la poeta y ensayista Concha de Marco, en 1976 al redactar sus Memorias, que se han publicado el año pasado, casi 30 años después del fallecimiento de la autora, acaecido en 1989.
Juan Antonio Gaya Nuño [en adelante aquí JAGN] había nacido en 1913 en la localidad soriana de Tardelcuende, donde su padre ejercía como médico rural. Posteriormente, en 1919, la familia se trasladó a Soria capital. JAGN, que con 15 años de edad ya era bachiller, se licenció precozmente en Filosofía y Letras por la Universidad Central de Madrid en 1931, con solo 18 años de edad, y acto seguido empezó a impartir clases en el Instituto de Bachillerato de Soria. En 1935 obtuvo el título de doctor con una brillante tesis titulada «El románico en la provincia de Soria», que fue publicada por el CSIC en 1946 y está considerada como una obra fundamental. Cuando Juan Antonio se estaba preparando para opositar a una cátedra de Historia del Arte en la Universidad de Santiago, se produjo la sublevación militar que haría estallar la Guerra Civil. Él militaba en las Juventudes Socialistas Unificadas. Su padre, el médico y concejal republicano Juan Antonio Gaya Tovar, liberal y masón, fue fusilado en Soria el 16 de agosto de 1936, tras haber sido detenido en el mes de julio, durante la brutal represión desencadenada por el general Mola. JAGN se alistó como voluntario en el ejército de la República, incorporándose en octubre de 1936 al frente de Guadalajara con el Batallón Numancia, en cuya organización él había participado junto con otros sorianos, y que se encuadró en el IV Cuerpo del Ejército Republicano. Hizo unos cursillos para entrar en el Cuerpo de Ingenieros y ascendió a teniente, pero continuó luchando en el frente de Guadalajara compartiendo con los demás miembros del batallón la ilusión por llegar a liberar Soria. Más tarde ascendería a capitán.
Concepción Gutiérrez de Marco, que siempre firmó sus escritos como Concha de Marco, había nacido en Soria en 1916. A los 2 años de edad perdió a su madre, Concepción de Marco Soria, que falleció en 1918 a la edad de 25 años. Su padre, Mariano Gutiérrez Santamaría, se casó de nuevo, en 1920, con una hermana de su difunta esposa. A finales de 1921 Concha fue a vivir a la localidad catalana de Figueras, porque su padre, que era policía, había sido destinado a la frontera de Port Bou. Posteriormente, en 1929, la familia se trasladó a Madrid, y allí Concha cursó estudios a partir de 1932 en la Universidad Central para conseguir la licenciatura en Ciencias Naturales. Durante unas vacaciones de Navidad, la joven marchó a Soria, a pasar unos días en casa de un tío suyo, y entonces fue cuando conoció a JAGN. Dice ella en sus Memorias: «Cuando yo le conocí, el 19 de diciembre de 1935, era ya doctor con premio extraordinario, y un hombre de bastantes kilos, más de 90, (…) pero espiritualmente, en algunos aspectos, era de una inocencia casi infantil que contrastaba con su imponente presencia.»
Concha y Juan Antonio contrajeron matrimonio civil el 16 de julio de 1937, durante un permiso de un mes concedido al soldado para que se repusiera de una herida de bala en la cadera. Hasta el final de la guerra Concha estuvo trabajando como voluntaria para el Tribunal Tutelar de Menores en la atención a los niños evacuados de las zonas que fueron frente de guerra. Después de casarse, continuó viviendo en la casa de su padre, en Madrid. Según cuenta en sus Memorias, durante aquellos años solo vió a su marido en las escasas ocasiones en que este conseguía algún permiso de 48 horas.
El 29 de marzo de 1939, perdida ya la guerra, JAGN se reunió con su esposa en Madrid, en el domicilio familiar de esta, y veamos cómo nos cuenta ella lo que sucedió: «Pasados unos días de angustia, el 6 de abril, recuerdo que era jueves santo, mis hermanos y yo le acompañamos a presentarse como prisionero de guerra en el cuartel de Guzmán el Bueno. Nos pareció la mejor solución. Aquello de que “quien no tenga las manos manchadas de sangre nada tiene que temer”, nos lo creímos, además “había que creerlo”. (…) Huir. A dónde. Si no teníamos amigos. Si no teníamos dinero, si mis padres estaban acobardados. Si cada vez que llamaban a la puerta temíamos lo peor. (…) no había solución. Presentarse prisionero o arriesgarse a ser asesinado una madrugada. No se puede saber. Pero, ante la duda, por lo menos pudo salvar la vida.»
Sigue contando Concha de Marco: «A los pocos días le trasladaron a San Antón. No se me olvidarán las grises y largas colas de mujeres con paquetes de ropa y comida, sin llegar nunca a verle.» El 26 de junio de 1939, en un consejo de guerra, JAGN fue condenado a 20 años de prisión por el delito llamado de “auxilio a la rebelión”. «Pudimos estar juntos, sin reja, en una rinconada del “hall”, después de varios meses. La frase que más me repetía era: “Olvídame, Chita, tú eres muy joven, ¿cómo vas a esperarme 20 años?, olvídame, olvídame, olvídame”.» Luego fue trasladado a la cárcel instalada en la Escuela Santa Rita en Carabanchel: «… recuerdo amargamente las colas al sol, los paquetes destripados, los moros con fusil y bayoneta calada vigilando, las comunicaciones especiales… después de una de estas, en que nos besamos, fue confinado en celda de castigo durante un mes, ¡porque nos habíamos besado!(…) Mi padre me daba dinero para comprarle comida; la verdad es que teníamos muy poco, pero me daba. Nosotros también pasábamos hambre.» Me he saltado algún que otro detalle horrendo, porque ahora viene lo de la Prisión Central de Valdenoceda, y con eso ya habrá bastante.
Después del tórrido verano del 39 en Carabanchel, JAGN llegó en octubre a Valdenoceda, que Concha de Marco, aparte de alguna leve inexactitud geográfica, describe como «lugar inhóspito, húmedo, frío». Veamos lo que dice: «Apenas comían más que un caldo de titos o muelas, legumbre por demás basta que se daba solamente al ganado. El que tenía dinero podía comprar en el economato latas de sardinas, tomates, manzanas. Desde el día de su marcha yo no le mandaba ni un céntimo, no tenía. Me escribía diciéndome que me quería y estaba bien. En diciembre conseguí 25 pesetas por hacer un vestido a una vecina, un hábito de algo, no sé. Con ese dinero compré plátanos, frutos secos, latas, no recuerdo bien. Los plátanos llegaron podridos y no sé qué otras cosas deshechas. Tanto tardaron en llegar. Estaba padeciendo [Juan Antonio] un eczema húmedo consecuencia de la avitaminosis progresiva. Me contó luego que una noche se envolvió en la manta y al día siguiente esta amaneció calada de agua rezumante de sus llagas. Era una llaga viva. Les sacaban al patio igual con nieve que con lluvia que con sol a las siete de la mañana, hasta que anochecía. El peor verdugo era el cura, que odiaba a todos los que tenían un cierto nivel cultural. En enero [de 1940] fue a verle su familia y contrataron una tortilla de patatas por semana o cada tres días, con la fonda del pueblo. Eso le salvó la vida, pues con aquella continua deshidratación le abandonaban todas las sustancias nutricias y hubiera muerto por consunción.»
En 1940 algunas cosas mejoraron. Sobre todo porque a JAGN en mayo le redujeron la pena a doce años y un día. Pero también porque Concha, a finales de 1939, tras el paréntesis de la guerra, aprobó las asignaturas que le faltaban para ser licenciada en Ciencias Naturales, con lo cual en los primeros días de 1940 ya empezó a ganar un poco de dinero: 100 pesetas al mes por dar clases particulares en el barrio de Salamanca. «Desde entonces ya pude enviarle dinero regularmente y, [con eso y] con lo contratado por la familia, se curó y sobrevivió.»
Tras algunas anécdotas sobre el cura y la esposa del director del penal, sobre el concurso de blasfemias que organizaban los penados durante la misa obligatoria de los domingos, sobre las «veladas teatro-culturales», Concha de Marco sigue diciendo: «La realidad es que se morían de hambre. “Anda paisanito, cómprame dos tomates en el economato.” (…) Los concursos de caza de piojos. El ajedrez hecho con miga de pan endurecida. El yugoeslavo que enseñaba gramática española a los pobres analfabetos. El manual de historia de España y de geografía redactado en hojas sueltas de distinta clase y luego cosidas que hizo Juan Antonio para uso de los presos, con sus mapas, con los cuadros sinópticos de las dinastías y árboles genealógicos. »
Fue en el verano de 1941 cuando Concha pudo ir por fin a Valdenoceda con el poco dinero que había conseguido ahorrar, y visitar a Juan Antonio en la prisión, algo nada fácil en aquella España tan católica, que no reconocía como válidos los matrimonios civiles celebrados durante la República, por lo que ella, según la legalidad vigente, no tenía parentesco alguno con el preso. He aquí el recuerdo que Concha de Marco reflejó en sus Memorias: «…me produjo una dolorosísima impresión, esquelético, los dientes oscurecidos por el tabaco y el abandono de la higiene bucal. Juan Antonio era famoso en la cárcel por un total abandono corporal. No le importaba nada. Las manos temblorosas, frías y húmedas que cogían las mías con la misma indefensión del niño abandonado y enfermo, una soberbia arquitectura en ruinas, aquel castillo de hombre de completa presencia y arrogancia hecho un andrajo. Dios, lo que pude sufrir al verlo. Estuve solo un par de días. Me daba miedo estar en la posada. Por la noche, los carceleros iban allí a jugar a las cartas, los oía desde el piso de arriba. Mi puerta no tenía pestillo ni cerradura y yo acumulaba todos los muebles, incluso la cama, contra la puerta. Cuando iba por la carretera ─el paseo del pueblo─ hacia la cárcel, las “señoritas” se burlaban de mí, me decían cosas que ni quiero recordar.» Un poco más adelante Concha escribe: «Entonces la mujer que tenía el marido en la cárcel estaba proscrita, señalada por el mismo delito del marido preso. Era una roja, en aquel tiempo no hacía falta el calificativo de comunista, con la rojera bastaba. Algunos, más caritativamente, e incluso despectivamente, nos llamaban rojillos, que me resulta peor, más humillante.»
Al final de aquel verano, en septiembre de 1941, varios presos de la prisión de Valdenoceda fueron trasladados a Canarias, a la cárcel de Las Palmas, por ser aquellos que resultaban más incómodos para las autoridades del penal. Entre ellos estaba JAGN, y el traslado dio ocasión para que él y Concha de Marco se vieran de nuevo, aunque solo fuera un encuentro breve en la estación de Atocha. Dice así: «Hacia el 25 de septiembre pasó Juan Antonio por la estación de Atocha camino de Canarias ─Las Palmas─ a cuya prisión iba castigado. El odioso cura y el cornudo jefe de Valdenoceda creían que mandaban a aquellos ocho o diez presos ─los más cultos, de mayor nivel intelectual─ a un país de ciénagas, caimanes, serpientes venenosas y moscas tse tse, así eran de incultos y primitivos. (…) Juan Antonio se encontraba mucho mejor en Las Palmas: la disciplina era puro relajo; con dinero compraba gofio en abundancia, la temperatura era suave, curó del eczema.»
También resultó que en Canarias el preso recibía más dinero de su mujer, porque dos días después de aquella despedida en Atocha, el 27 de septiembre de 1941, Concha de Marco llegó a Castuera (Badajoz), donde había conseguido, a través del Colegio de Doctores y Licenciados de Madrid, un empleo como profesora de ciencias y francés en un colegio organizado por los vecinos de la localidad con el fin de que sus hijos pudieran prepararse para el bachillerato. En aquel pueblo ella era doña Conchita, una guapa profesora de 25 años que asistía a misa todos los domingos, y que se hacía pasar por soltera, pues, de haberse sabido que era la mujer de un preso, de un rojo, habría perdido inmediatamente su trabajo. Así, tragando con los imperativos sociales de la época, encontró en aquel pueblo la estima de la gente, incluso de “los notables”, es decir, el cura, el notario y algún que otro terrateniente, y también disfrutó de la buena alimentación que le había faltado en el Madrid de la posguerra. Lo que corresponde a los dos años que Concha pasó en Castuera es con diferencia una de las partes más alegres de sus memorias: «Yo fui feliz en aquel pueblo, en medio de mi desgracia. Al parecer fue mi destierro, pero también fue un encontrarme serenamente con mi yo verdadero, con mi punto de apoyo en la vida, con mi persona hecha a base de renuncias, de dolor, por encima de los estigmas que la sociedad e incluso la familia habían arrojado sobre mí. (…) Aquella era yo, sin interferencias, desligada de ajenas voluntades, independiente como nunca volvería a serlo hasta ahora [que estoy ya] viuda. Fui dueña de mi persona, proveedora absoluta de mis medios de subsistencia, sin estar sujeta a nada más que a mi secreto, a una palabra de honor que cumplía tanto por él, como por mi propia estimación.» El relato de Concha de Marco llega incluso a ser irónico y divertido cuando habla de un guapo y fogoso cacereño de apellido Atalaya, que no fue allí su único pretendiente, pero sí el que llegó a tener más posibilidades, y especula sobre cuál podía haber sido su futuro con él si ella hubiera aceptado convertirse en una rica matrona de vida tranquila y convencional. Por otra parte, es enorme la sinceridad de Concha cuando escribe: «Yo quisiera decir que en mi mente solo estaba presente siempre Juan Antonio, que, como ahora, todo mi tiempo estaba dedicado a su recuerdo y a la esperanza del reencuentro. No es cierto. El recuerdo, cuanto más feliz más tiende a borrarse en el tiempo de miseria porque es un dolor y un dolor el presente, y un dolor el futuro y un inmenso dolor vivir, a los 25 años sin amor, sin esperanza, repito, que los recuerdos no sirven más que para aumentar la pesadumbre. Le seguía enviando dinero, le seguía escribiendo palabras de amor que ya no sentía y cuyo destinatario era otro. Yo no quiero mentir (…) yo, la que llegó a consultar a un cura en confesión (!!!) lo que debía hacer. Este me dijo: “Olvida al otro, aquel matrimonio no es válido, cásate con Atalaya.”»
Se podría decir que Concha se casó tres veces con Juan Antonio: la primera vez fue el casamiento civil en julio de 1937, y la última fue la obligada boda católica en noviembre de 1943, pero la unión decisiva tuvo lugar cuando JAGN obtuvo la libertad vigilada el 23 de febrero de 1943. He aquí algunos fragmentos entresacados de todo lo que narra Concha de Marco sobre aquel reencuentro: «Me encontré con un angelito indefenso recién llegado a la tierra, con un hijo perdido buscando mi amparo (…) Solo pensaba en una cosa: que no le abandonaría nunca, que aquel hombre había sido, era y sería mi marido mientras tuviera aliento, hasta el fin de mis días, sobre todas las cosas, a pesar de su familia, de nuestras adversas condiciones, que eran deplorables, a pesar de todos los atalayas que quisieran arrastrarme a la pasión, a pesar de distancias, de conveniencias, a pesar de todo: yo nunca abandonaría a ese hombre. (…) No se invoque ahora esa manera de ser de algunas mujeres que se enamoran de aquel que necesita protección, por lástima. No, no , no, era otra cosa. Era el convencimiento absoluto de que mi deber estaba allí, de que abandonarle en aquellas circunstancias hubiera sido más que un delito, un crimen, de que mi vida estaba destinada a él. en fin, que yo era su mujer y nada más.»
Y mucho más es lo que narra Concha de Marco sobre las dificultades y contradicciones de su vida en común con JAGN. Al principio vivieron en Bilbao, donde encontraron trabajo dando clases en una academia, luego en Barcelona y finalmente en Madrid. Hasta 1954 JAGN tuvo la obligación de presentarse todos los meses a la policía. Concha de Marco tenía desde 1942 dolores de espalda y accesos de fiebre. En 1944 le diagnosticaron una tuberculosis ósea y tuvo que ser operada de la columna en dos ocasiones. En los años 50 padeció de problemas renales y sufrió la extirpación de un riñón. Sin embargo, nunca dejó de trabajar, redactando, traduciendo, corrigiendo, cortando y cosiendo su ropa y la de su marido, incluso cuando estaba inmovilizada con un yeso o un corsé de cuero y tumbada sobre una tabla. Colaboró y viajó con JAGN siempre que ello fue necesario para el trabajo de este, que consistió en escribir y editar numerosos libros como historiador y crítico de arte, siendo ella su ayudante incondicional en todo momento.
Aunque siempre mantuvo su actividad en un segundo plano con respecto a la de su marido, Concha de Marco escribió cuentos, ensayos y numeroso poemas publicados en varios poemarios de una calidad extraordinaria. Sus Memorias, escritas en seis cuadernos, quedaron inéditas cuando ella falleció, hasta que fueron publicadas en 2018 por la editorial Cálamo en una edición de José María Martínez Laseca. Hay que decir que están editadas tal como ella las dejó escritas, con un cierto desorden cronológico y con muchas frases sin pulir, pero con una espontaneidad que da a los textos una fuerza extraordinaria y asimismo permite conocer mejor la personalidad de la autora. Llama la atención que una mujer nacida en Soria en 1916, criada por una abuela de Roa y educada por unas monjas francesas en Figueras llegara a tener una mente tan abierta y una forma de expresarse tan desinhibida como puede apreciarse en numerosos pasajes. Son muy acertados el título y el subtítulo de este libro: «La patria de otros/ Memorias de una mujer libre». Y vale la pena leerlo porque es la historia viva de lo que fueron la guerra, la posguerra y el exilio interior, así como las virtudes y las miserias de muchos intelectuales españoles de renombre a los que Concha de Marco dedica capítulos individuales. Sin autocensura de ninguna clase, tanto para hablar de ella misma como de otros. Como lo que fue Concha de Marco, una mujer libre en un país que no lo era.
Me gusta esa foto de la pareja disfrutando del mar en Bermeo en el verano de 1943. Él, recién salido de la cárcel, está flaco, pero feliz. Ella, con el pelo revuelto y el vestido inflado por el viento, tal vez desea volar, pero deja que él la sujete por la cintura. Años más tarde, Concha de Marco publicó un poema que empezaba diciendo:
«Hoy estoy tan alegre
como si el mar fuera mi propio cuerpo.
Pongo la mano sobre el pecho y le escucho cantar
en continuadas olas de armonía.
Esta mañana, a las siete,
vibraba silenciosa la luna allá en lo alto,
y mi amigo, dormido,
soñaba en los pinares de su niñez.»
Concha de Marco -“Tarot”, 1972, Premio Juan Ramón Jiménez de Poesía, 1973.
Y a mí, que no sé escribir poesía, no me deja de sonar en la cabeza un grito que es un “Nooo” rotundo a las guerras, a las dictaduras, y a todos los monstruos que intentan hundirles la vida a las personas decentes. Sirva este pequeño artículo como homenaje a todas las mujeres de los presos de Valdenoceda, que supieron mantener su amor y su dignidad a flote en un mar de odio, de hipocresía, de degradación y de crueldad extrema. Nunca más.
«Hoy estoy tan alegre<br /> como si el mar fuera mi propio cuerpo.<br /> Pongo la mano sobre el pecho y le escucho cantar<br /> en continuadas olas de armonía.<br /> Esta mañana, a las siete,<br /> vibraba silenciosa la luna allá en lo alto,<br /> y mi amigo, dormido,<br /> soñaba en los pinares de su niñez.» <br /> Concha de Marco -“Tarot”, 1972, Premio Juan Ramón Jiménez de Poesía, 1973.
Y a mí, que no sé escribir poesía, no me deja de sonar en la cabeza un grito que es un “Nooo” rotundo a las guerras, a las dictaduras, y a todos los monstruos que intentan hundirles la vida a las personas decentes. Sirva este pequeño artículo como homenaje a todas las mujeres de los presos de Valdenoceda, que supieron mantener su amor y su dignidad a flote en un mar de odio, de hipocresía, de degradación y de crueldad extrema. Nunca más.